Quería contaros la condiciones del entorno, el lugar donde hemos hecho el examen. Pues bien, lo hemos hecho en el salón de actos de un centro con más de 50 años de antigüedad. Imaginaos, más de 100 personas juntas en el salón de actos, las butacas todas en una fila, más de 10 butacas seguidas, de esas que no pueden moverse, estrechas, bajitas, con reposabrazos muy estrechos a los costados, de un color gris amarillento que invitaba poco a la creatividad y con una mesa incorporada que me recordaba a la cómoda bandeja de comer que hay en los aviones. La mesa colgaba de la silla de delante y al subirla quedaba en un ángulo de 45% y del tamaño un dedito menor que el folio, no podías apoyar ni tan siquiera el bolígrafo. Con una mano tenías que sujetar el folio para que no se cayera y con la otra sujetar todo aquello que necesitaras a la mano, como pañuelos, para los alérgicos, como yo, agua y otras cosas necesarias en más de 5 horas de verdadera aventura. Para más comodidad, antes de entrar al examen avisaron de que no se podría salir del aula, ni tan siquiera para ir al baño, sólo se podría salir en caso de prescripción médica, menos mal que aún no tengo problemas.
Mientras daban las instrucciones para hacer el examen, la chica que tenía a mi derecha no paraba de quejarse, no me dejaba escuchar. Para mí era una completa desconocida que continuamente se quejaba. Se quejaba de todo, creo que tenía el día negativo. Se quejaba de que la silla estaba hundida, de que los muelles estaban rotos, de que la mesa se caía, de que no tenía espacio, de que hacía calor, de que aquello era increíble, de que... todo lo que podáis imaginar. Cuando me cansé de escuchar improperios me giré hacía ella con una expresión de serenidad absoluta y le dije:
- Tenemos que estar aquí 5 horas, de modo que, reconciliate con la silla, integrala, asumela y hazla parte de tu vida.
No os podéis imaginar la reacción de la muchacha, ahora me muero de la risa, pero os prometo que, en aquel momento, me pareció lo más adecuado. De hecho, no la volví a escuchar quejarse de nada.
Su reacción fue como como un poema. Se giró parsimoniosamente, me miró con cara de incredulidad, sentí que enrojecía y que la ira subía de un color rojo bermejo a su cara. Bebió agua, me volvió a mirar y creo que comenzó a asumir que no había otra silla.
Cuando terminó el examen, muy segura de mi misma, se lo conté a una compañera y ella quería morirse de la risa, se imaginaba a la chica de mi lado y también enrojecía, pero esta vez, de sorpresa y emoción. Es curioso como la misma reacción puede venir de dos sentimientos tan distintos.
Ella me dijo: si hubiera sido yo, igual te pego una torta. Al escucharla me vino a la cabeza una anécdota de un examen anterior que vino a demostrarme que todos tenemos patrones de pensamiento y que seguimos casi sin darnos cuenta, de una forma automática, como un automatismo insertado en nosotros.
En el próximo post os contaré la anécdota anterior.
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