Cómo conocéis, tengo una gran afición a tocar el tambor. Cuando me siento inspirada o cuando tengo 5 minutos libres que no puedo ocupar en nada más, toco el tambor sobre cualquier cosa. Siempre tengo que estar haciendo algo, la paz me descentra. Os confesaré que cuando voy al cajero mientras sale el dinero toco una verdadera sinfonía con las paredes del cajero, tanto es así, que se podría bailar una danza tribal sin el menor problema.
Pues bien, estaba en el examen, ya lo había acabado, pero tenía la sabia intuición femenina de que había algo que no estaba bien. Estaba preocupaba, algo no me cuadraba y mientras lo revisaba, cogí el boli y, a modo de tambor, empecé a crear un nuevo ritmo con los instrumentos con los que contaba: el boli y la mesa. Transformé el silencio en melodía.
A mitad del ritmo, la chica que estaba a mi lado, tranquilamente, me cogió la mano, apoyó la suya en la mía, como queriendo infundirme confianza, después de unos segundos, tiernamente la retiró. Callé durante escasos 5 minutos, pero al pasar este tiempo, algo me hervía en la sangre, y no pude contenerme, continué con mi ritmo.
La chica de al lado, me miró y con un gesto de intranquilidad y desconfianza, volvió a sujetar mi mano, pero esta vez con menos ternura, es más, me atrevería a decir que había un poco de ira. Permanecí en silenció, pero a los 5 minutos, ya no me acordaba de lo que había pasado, estaba tan concentrada en mi examen que, sin darme cuenta, el ritmo empezó de nuevo y la reacción instantánea de la chica fue pegarme en la mano con una fuerza inusitada. Fue tal mi desconcierto, y el de toda la clase, que nadie se atrevió a hablar. Se me saltaron las lágrimas y mi reacción fue entregar el examen y salir del aula.
Quizás esta hubiera sido la solución inicial, ya que llevaba cerca de 20 minutos mirando el examen y tocando música tranquilizadora para mí pero inquietante para otros.
Ya sabéis la música no amansa a las fieras. Todavía me acuerdo y te aseguro que ha pasado más de 10 años.
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